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Maestros del Fuego: la cena que encendió San Miguel de Allende

El chef Javier Brichetto transformó la parrilla en escenario y la carne en poesía durante una experiencia inolvidable en Prime Steak Club.

Por: Héctor Meza 

En San Miguel de Allende hay noches que parecen creadas para ser recordadas. Esta fue una de ellas.

En el Prime Steak Club  no hubo simplemente una cena: se montó una obra donde el fuego fue protagonista, el chef  Javier Brichetto el director y los comensales, felices espectadores, se dejaron seducir por un guion escrito en brasas.

La belleza del lugar ya era un espectáculo: esculturas metálicas, un lago en calma y un ambiente que unía lo clásico con lo contemporáneo.

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Pero lo que detuvo todas las miradas no fueron las velas ni el paisaje: fue una pirámide de costillares, lomos, picañas y rib eyes se alzaba sobre las brasas como si los dioses del fuego hubieran exigido sacrificios carnívoros… y sus servidores estaban listos para rendirse.

Los comensales respiraban entrecortados, primero con respeto, luego con un deseo que rozaba lo inconfesable.

Como un amante posesivo, haciendo llorar los ojos y acelerar los latidos. La pirámide no estaba para ser contemplada: estaba hecha para sucumbir, para dejarse cortar por el cuchillo, para fundirse entre dientes y lengua.

Cada capa de grasa brillaba bajo la luz de las antorchas, como piel sudorosa, y los jugos resbalaban por los bordes de la pirámide como ríos que invitaban a beberlos. El humo se enroscaba alrededor de los cuerpos, penetrando la ropa, el pelo, las ganas…

El chef Brichetto no sonreía: comandaba. Movía las pinzas como quien acaricia un cuerpo perfecto, ajustando cada corte con devoción y perversidad. Con el cuchillo abría grietas en la pirámide para mostrar su interior rojo y palpitante, casi como una invitación al pecado.

Y el público era cómplice: cada murmullo no era de hambre, sino de deseo disfrazado de sorpresa.

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El preludio fue un juego ligero: espumoso chileno para aflojar la conversación, empanada de ojo de bife que se dejaba morder como un primer coqueteo, pan a la brasa con mantequilla ahumada imposible de resistir.

Luego llegaron trampas bien diseñadas: croqueta de asado con emulsión de eneldo, vieiras abrazadas por el fuego, espárragos crujientes, tomates quemados con burrata y un vitello tonnato insinuante.

Cada plato parecía un susurro distinto en la boca, y cada vino, un narrador cómplice que preparaba para lo inevitable.

El clímax llegó con la carne. Una picaña de Wagyu, jugosa y sedosa, acompañada de un rib eye prime con hueso: contundente, firme, dueño absoluto de la escena.

El Rioja que los acompañaba era oscuro y profundo, banda sonora perfecta para un acto que convertía lo divino en terrenal y lo terrenal en erótico.

Cuando el primer trozo se sirvió, tibio y jugoso, la solemnidad se evaporó. Quedó la risa, la gula descarada, la complicidad de quienes habían asistido a un ritual donde lo divino se volvía terrenal y lo terrenal, irreversiblemente erótico.

Porque aquí se traía el recuerdo de aquella pirámide que no era carne, sino un deseo que podía morderse.

Las guarniciones jugaron su papel con gracia: lechugas a la brasa con corazón tierno, papas doradas que se rendían al paladar, pimientos chocolate apenas picantes.

Y el desenlace sorprendió como en toda buena obra: piña asada con helado de coco, tropical y sensual, seguida de una torrija de yerba mate con helado de aguacate, audaz y seductora hasta el final.

Entre esculturas iluminadas y el murmullo de los asistentes, la noche quedó sellada como un recuerdo compartido.

Brichetto no sirvió un menú: escribió una obra en llamas. Y en San Miguel, esa noche, todos hablaron el mismo lenguaje: el del fuego convertido en deseo.